Estábamos rodeados por veinticinco barqueros, cada uno de los cuales se ofrecia para entrar a nuestro servicio: eran los cicerone de la Cueva Azul. Elegí a uno y Jadin a otro, porque es necesario tener una barca y un barquero para llegar allí, el acceso es tan bajo y tan estrecho que no se puede entrar a menos que lo hagas con un bote muy pequeño.
La mar estaba en calma. Sin embargo, incluso con este hermoso tiempo, rompía con tal fuerza contra el cinturón de rocas que rodeaba a la isla que nuestros gritos sonaban como si estuviéramos en una tempestad, y nos veíamos obligados a agacharnos y pegarnos a los costados para evitar ser arrojados al mar.
Finalmente, después de tres cuartos de hora de navegación, durante los cuales bordeamos aproximadamente una sexta parte de la circunferencia de la isla, los barqueros nos dijeron que habíamos llegado.
Miramos alrededor nuestra, pero fuimos incapaces de percibir el más mínimo indicio de una cueva hasta que distinguimos con dificultad un pequeño y negro punto circular sobre la espuma de las olas; era la entrada a la bóveda.
La entrada
La primera visión de esta entrada no fue muy tranquilizante: era complicado entender cómo atravesarla sin romperte la cabeza contra las rocas. Como el asunto parecía lo suficientemente importante como para discutirlo, se lo indiqué a mi barquero, quien replicó que estábamos totalmente seguros si permanecíamos sentados, pero que en breve deberíamos agacharnos para evitar el peligro.
No habíamos llegado tan lejos para renunciar.
Primero fue mi turno; mi barquero avanzó, remando con precaución e indicando que, aún acostumbrado como estaba a este trabajo, no podía negar que estuviera exento de riesgos. Para mí, desde la posición que ocupaba, no podía ver nada excepto el cielo: pronto me sentí elevándose sobre una ola, el bote se deslizó rápidamente hacia abajo y no ví nada excepto excepto una roca que por un segundo pareció aplastarse contra mi pecho.
Entonces, repentinamente, me encontré en una cueva tan maravillosa que lancé un grito de asombro, y me levanté tan rápidamente para mirar a mi alrededor que casi hago zozobrar el bote.
Azul celeste
En realidad, delante mía, alrededor de mi, sobre mi, debajo de mi y detrás de mi había maravillas cuya descripción no basta para definirlas, y ante las cuales el pincel mismo, el gran guardián de la memoria humana, carece de poder.
Trate de imaginar una inmensa caverna completamente azul celeste, como si Dios se hubiera divertido a si mismo construyendo un pabellón con fragmentos del firmamento; el agua tan límpida, tan transparente y tan pura que pareces estar flotando sobre un aire denso; las estalactitas suspendidas del techo como pirámides invertidas; en el fondo una arena dorada mezclada con la vegetación submarina; a lo largo de las paredes bañadas por el agua había árboles de coral con ramas irregulares y deslumbrantes; en la entrada marina, un pequeño punto – una estrella– dejaba entrar la media luz que iluminaba este palacio de hadas; al fondo, en el lado opuesto, una especie de escenario arreglado como el trono de una espléndida diosa que hubiera elegido una de las maravillas del mundo para sus baños.
De repente, la cueva entera adoptó una tonalidad más profunda, oscureciéndose como la tierra cuando una nube se cruza con el sol en el más brillante mediodía. La causa era Jadin, cuando le tocó el turno de entrar y cuya barca cerró la boca de la cueva.
En cuanto fue lanzado junto mí por la fuerza de la ola que le había alzado, la gruta recuperó su hermoso tono azul celeste y su bote se detuvo temblorosamente junto al mio, mientras este mar, tan agitado y ruidoso en el exterior, respiraba aquí con la serenidad y ligereza de un lago.
Los clásicos
Con casi absoluta probabilidad la Cueva Azul era desconocida por los antiguos. Ningún poeta habló de ella y, ciertamente, con su maravillosa imaginación, Grecia no habría rechazado hacer de ella el palacio de alguna diosa marina de nombre musical y alguna historia nos habría llegado.
Suetonio, que describe para nosotros con tanto detalle las termas y baños de Tiberio, podría ciertamente haber dedicado unas pocas palabras a esta piscina natural que el viejo emperador habría sin duda elegido como el teatro de algunos de sus más escandalosos placeres.
No, el océano debió haber estado mucho más alto en aquella época que en el presente, y esta maravillosa cueva marina fue tan solo conocida por Anfitrite y su corte de sirenas, náyades y tritones.
Pero en algunas ocasiones Anfitrite se indigna con los viajeros indiscretos que la siguen a este retiro, igual que Diana cuando fue sorprendida por Acteon. En tales ocasiones, el mar se eleva repentinamente y cierra la entrada tan eficazmente que aquellos que han entrado no pueden salir.
En este caso, estos deben esperar hasta que el viento, que ha virado del este al oeste, cambie a sur o norte; y se ha dado el caso de visitantes que, llegados para pasar veinte minutos en la cueva azul, han tenido que permanecer en ella dos, tres e incluso cuatro días.
La picaresca italiana
No obstante, el barquero siempre lleva con él una buena porción de un tipo de galleta con la que alimentar a los prisioneros en caso de un accidente de este tipo. Con respecto al agua, algunos filtros a través de dos o tres lugares en la gruta evitan cualquier temor a la sed.
Tengo que reprochar a mi barquero por haber esperado tanto tiempo para informarme de tan inquietante hecho; pero él me respondió con una encantadora inocencia: “¡La Virgen, excelencia! Si contamos esto a los visitantes al principio, solo la mitad vendrían, y eso enfadaría a los barqueros”.
Admito que después de esta información accidental, me quedé atrapado en una cierta incomodidad, razón por la cual encontré la cueva azul infinitamente menos deliciosa de lo que me había parecido en un primer momento.
Desafortunadamente, mi barquero me había contando estos detalles justo en el momento en el que estaba desvistiéndome para darme un baño en estas aguas, tan hermosas y transparentes que para atraer a los pescadores no sería necesaria la canción de la poética Undine de Goethe.
No teníamos ningún deseo de gastar nuestro tiempo en preparativos, y, con el deseo de divertirnos tanto como fuera posible, nos lanzamos a bucear.
Solo a cinco o seis pies bajo la superficie del agua puedes apreciar su increíble pureza. A pesar del liquido que rodea al buceador, ningún detalle se le escapa, lo ve todo, la más pequeña concha en la base de la más pequeña estalactita del arco, tan claramente como si estuviera en el aire, si bien cada objeto refleja una tonalidad más profunda.
Regresar
Transcurrido un cuarto de hora, trepamos de vuelta a nuestros botes y nos vestimos sin haber aparentemente atraído a alguna de las invisibles ninfas de este palacio acuático, que no habría dudado, si hubiera sido el caso, en retenernos aquí al menos veinticuatro horas. El hecho era humillante, pero ninguno de nosotros pretendía ser un Telémaco, así que decidimos partir.
Otra vez nos apretujamos en el fondo de nuestras respectivas canoas y salimos de la cueva azul con las mismas precauciones y la misma buena suerte con la que habíamos entrado: salvo que tuvimos que esperar seis minutos antes de que pudiéramos abrir los ojos; el ardiente resplandor del sol nos cegaba. No habíamos ido más allá de cien pies del punto que habíamos visitado y este parecía haber sido un sueño.
El sueño del mariscador
Arribamos de nuevo al puerto de Capri. Mientras ajustábamos cuentas con nuestros barqueros, Pietro señaló a un hombre tumbado bajo el sol con su cara en la arena. Era el pescador que nueve o diez años atrás descubrió la cueva azul mientras buscaba marisco entre las rocas.
Acudió de inmediato a las autoridades de la isla para dar a conocer el hallazgo y pidió el privilegio de ser el único autorizado a guiar a los visitantes al nuevo mundo que había encontrado y obtener unos ingresos de estos visitantes por ello.
Las autoridades, que vieron en este descubrimiento la forma de atraer extranjeros a su isla, estuvieron de acuerdo con la segunda premisa, y desde entonces este nuevo Cristóbal Colón ha vivido con este ingreso y no tiene ningún problema en conducir a los visitantes él mismo; esto explica por qué puede dormir como le vemos dormir. Es el individuo más envidiado de la isla.
Cuando hubimos contemplado todas las maravillas que Capri nos ofrecía, embarcamos en nuestra lancha y alcanzamos el Speronare, el cual, aprovechando varias ráfagas de la brisa proveniente de tierra, largó velas y suavemente planeó en dirección a Palermo.
Noticia del texto
Alejandro Dumas padre publicó esta descripción de la cueva azul de Capri en 1836 en su libro Le Speronare: Impressions de Voyage. Por entonces aún no había viajado a Cádiz y escrito sus impresiones en el libro De Paris a Cádiz, que se publicaría once años más tarde.
El volúmen citado pertenece al dominio público. La traducción al español de este fragmento es mía, pero como no conozco el francés, la he realizado desde una versión inglesa traducida previamente del francés y publicada por la editora y escritora norteamericana Esther Singleton en el volumen The greatest wonders of the world. As seen and described by famous writers, también perteneciente al dominio público y disponible en Project Gutenberg.
Los encabezados en negrita han sido añadidos por mí.
Visitar la cueva hoy
Actualmente, la cueva recibe una media de 250.000 visitas al año, según alguna de las empresas que organizan excursiones a la misma.
La visita, a 18 euros por persona más 21 euros del pasaje en barco, dura unos cinco minutos, si bien hay que esperar más o menos una hora de cola para acceder.
Hoy en día, a diferencia de lo que experimentó el autor de El conde de Montecristo cuando estuvo allí, está prohibido bañarse o bucear en la cueva por el peligro que supone, aunque parece que no todo el mundo lo cumple.