La Antorcha de Gadex, logia del rito escocés, famosa en los anales setembrinos, acordó enviar parlamentarios al Desterrado de Londres. Los Hermanos Tiberio Graco y Claudio Nerón, una noche de aquellos idus julianos, salieron de escondite para embarcarse en Gibraltar.
Esperando pasaje hicieron conocimiento con dos tenientes, capitanes graduados por la Campaña de África: Otro día se les juntó un clérigo sin licencias, que mediaba en los tratos para sublevar al Fijo de Ceuta. Reunidos en camarada, tomaron pasaje a bordo de un viejo vapor perteneciente a la casa armadora Lewinson y Calvo: El Omega, abanderado en Cádiz.
Embarcaron una tarde de bochorno, aburrida en la lectura de la Biblia. Tarde dominical, con la quietud y el cromatismo de una estampa litográfica: Azoteas, mástiles y banderas, gorretes colorados, reductos y cañones, geometría castrense.
(…)
La cantina, bajo el escotillón de proa, estaba penetrada de olor de tabaco: Las candilejas de petróleo apenas alumbraban en la niebla de humo. El cantinero era gaditano, fugado por un proceso a Gibraltar. Residía allí de muchos años, amancebado con una inglesa sargentona, que le ayudaba en los negocios de contrabando.
Con el apaño de la cantina sacaba también muy buenos patacones: Vendía tabaco, naipes, velas, arenques, café y bebidas. Hallábase encorvado sobre el anafre, donde tenía una gran cafetera. El vapor elevaba anclas. En la niebla de humo, la candileja del mostrador tenía una luz triste y remota de faro en niebla de naufragio.
Percibíase el retemblar de las cuadernas, y el ferróneo de las cadenas al ser arrolladas. La parroquia era escasa: Tres jugadores de cartera y un marinero silencioso, que esperaba al pie del mostrador. Como corría el tiempo y el cantinero no se daba prisa por servirle, repitió la demanda con reposada urbanidad:
— Un arenque.
El gaditano colgó el soplillo con que avivaba la lumbre del anafre, y se limpió las manos en la faldeta del mandil:
— ¿Bebida?
— Agua clara.
Con desabrida chunga, el gaditano alcanzó un botijo, y lo asentó de golpe en el mostrador:
— ¡Toma, y jártate!
— Gracias.
— ¡Pero que vas a estropearte la salud, esgraciado! ¡Arenques con agua! ¿Estás en tus cabales?
El marinero, un mozo de barbujas rubias y ojos claros, tenía la expresión serenada de firmeza:
— El agua es mi bebida.
— ¿Roña o penitencia?
— Gusto.
El cantinero ceceó con desdeñosa sentencia:
— ¡Pues has nacido para rana!
(…)
El Pollo de los Brillantes y Don Teo ocuparon una mesilla de rinconada. El Pollo, con mucho guiño y soflama, lució una fosforera de oro y puso lumbre al cigarro. Luego, por hábil juego de manos, extrajo un papel hecho menudos dobleces:
— Son las señas: Están escritas con tinta química… Guárdeselas usted en la badana de la gorra, y hasta Londres… Hay que operar con mucho quinqué, y no es conveniente que volvamos a vernos.
Don Teo hacía frunces al hocico con husma arratada:
— Comencemos por justificar nuestra presencia en este santuario pidiendo unos chatos.
— Pídalos usted.
— ¿De ginebra?
— De ginebra.
— Patrón, unos chatos de ginebra. ¡Este punto la tiene de buten!
El Pollo de los Brillantes encarnizó los ojos de rana sobre el hiperbólico vejete:
— Es usted un borrachín impenitente y sus exploraciones son peligrosas cuando media un negocio tan serio. Como llegue a sospechar que usted puede irse de la lengua, antes se queda sin ella.
Don Teodolindo Soto sacó el diente verdino, corcovó los hombros, ladeó el cuello, se acarició las manos:
— ¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! No ignoro con quien trato… Conozco mis autores… Por eso, si este servidor alguna vez experimentase la tentación de berrearse, tocado en el corazón por lo que sea, no por intemperancia alcohólica, antes vería de darle a usted mulé. Este servidor también es un hombrecito. ¡Todavía nadie me ha madrugado, Don Teo!
El vejete tenía una expresión de rata regocijada:
— Indudablemente. Pero mientras tomamos el sol en este valle, todos podemos argumentar lo mismo. ¿Cree usted que a mí me han madrugado, o al patrón, o al marinerito aquel que chupa la raspa? Por cierto que ese no es lo que aparenta… Repárele usted a las manos. ¡Son manos muy señoritas!
El Pollo, recalmado, paraba los ojos sobre el marinero. Hecha la comprobación, dio algunas chupadas al cigarro y lo tiró apagándolo con el pie:
—¡Esta puta tagarnina no arde!
Noticia del texto
Estos dos pasajes pertenecen al episodio Alta mar de la novela Baza de Espadas de Ramón María del Valle Inclán. La ciudad de Cádiz es una referencia continua en la novela y Fermín Salvochea uno de sus protagonistas. El episodio está ambientado en el verano previo a la revolución de 1868, la Gloriosa .
El vapor Omega zarpa de Gibraltar rumbo al Reino Unido, refugio habitual de liberales españoles desde, al menos, la promulgación de la constitución de Cádiz de 1812.
Toda la obra del autor gallego pertenece al dominio público desde 2017.
El texto publicado aquí ha sido extraido del ejemplar de Baza de Espadas publicado en 1958 por la editorial AHR de Barcelona y digitalizado por la Biblioteca Digital Hispánica. Pueden leer íntegramente el libro en este enlace.
***
Nota: la imagen de cabecera es un dibujo del pintor noruego Adolph Tideman que representa la cubierta de un buque de la época (1855 a 1857).