Ya lo dijo el poeta José Manuel Caballero Bonald: es “un ejercicio de humildad que nunca viene mal” depositar un rastro de tu memoria, “un modesto legado” lo llamó, en una vieja caja fuerte que albergó en el pasado “fortunas, secretos, documentos valiosísimos, joyas por nadie conocidas”.
El legado del poeta gaditano en el cajetín 1543 de la cámara acorazada no se conocerá hasta noviembre de 2051, así que posiblemente no seré yo el que vea qué bitácora o astrolabio literario depositó el autor de Diario de Argónida en este “espacio solemne”.
Pero no todo es secreto o adivinanza. En unos días cerrará sus puertas en el Instituto Cervantes, en Madrid, la exposición La mayor riqueza. Legados escogidos de la Caja de las Letras, donde pueden contemplar algunos de los objetos y manuscritos depositados en su día en las cajas, muchas de ellas ya abiertas tras el mandato de los legatarios.
Valor y precio
Hay un matiz metafórico en el ejercicio de pasar por este lugar que Caballero Bonald no explicitó pero dejó caer: cada legado tiene un valor incuestionable por su secreto, por su aportación de conocimiento, por su carácter documental o por su aquilatada memoria, todos ellos pequeñas joyas de precio incalculable y valor indefinido.
O dicho de otro modo, una melancólica y diminuta huella contra el olvido. Tal vez sea este el verdadero ejercicio de humildad asumido al aceptar participar en el juego de la Caja de las Letras.
Hay ya, sin embargo ciertos rasgos de eternidad en los nombres listados, algunos de ellos de Cádiz como el de Manuel de Falla. Y otros gaditanos cuyo olvido definitivo está aún pendiente de definir, ya sea Caballero Bonald, Rafael Alberti (cuyo legado comparten él y María Teresa León), Carlos Edmundo de Ory o Carlos Castilla del Pino.
Pero más allá de los autores locales, la camara acorazada del antiguo Banco de España guarda en su silencio cotidiano la voz alta y clara de los creadores de ambos lados del Atlántico que han hecho del español una seña de identidad de su trayectoria vital.