“Ha sido un largo, frío y solitario invierno” escribió George Harrison en una de las canciones más hermosas que se han escrito sobre la primavera: Here comes the sun. La primavera y el arte siempre estuvieron hechos el uno para el otro.
Ya desde niños nos enseñan –en mi caso tenía una asignatura de música en el bachillerato– a asombrarnos escuchando las cuatro estaciones de Vivaldi, a aprender los versos de Becquer “mientras haya en el mundo primavera/¡habrá poesía!”, o a mirar con curiosidad infantil la Primavera de Botticelli.
La primavera es la estación adolescente por antonomasia, pero también la estación de la renovación y de los nuevos comienzos. Si uno aprende de los maestros del arte cuando es joven, en la madurez ha hecho sus propias elecciones para incluir sus creaciones en la vida diaria de esta estación.
Así, en lugar de Vivaldi, hay quien prefiere la canción April in Paris de Vernon Duke con letras de Yip Harburg. Una canción popular norteamericana convertida en un estandar de jazz con versiones maravillosas como esta de Billie Holyday.
O a Gregory Corso, representante de la generación beat tan en las antípodas de Becquer, y tan original como la estación en su poema La primavera de Botticelli, ambientado en Florencia.
Y como tercera sugerencia, que tan poco tiene que ver con el cuadro del artista protegido por los Medici, el Jardín en Arles que ilustra este texto, la visión renovadora de Vincent Van Gogh.

