“El dibujo científico tiene una función principal y es ayudar a ordenar el mundo”, asegura Mónica Vergés Alonso, responsable del archivo histórico del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN).
De algún modo, describir lo que nos rodea ha significado alejarnos del caos mitológico de los orígenes y hacer que nuestro entorno resulte accesible a estas criaturas minúsculas que lo habitamos, época tras época.
En Occidente, conocemos la intención de poner orden gracias al legado de los autores clásicos, ya que “la ilustración científica se remonta a los estudios de la historia natural con Aristóteles y, luego, con Plinio”, sostiene Vergés, y desde entonces “siempre ha sido un instrumento imprescindible para el avance de la ciencia”.
“El objetivo de la ilustración científica consiste en realizar un dibujo que pueda sustituir a la descripción teórica”, apunta, por su parte, Marta Chirino, profesional independiente del arte botánico y, a la sazón, hija del gran maestro canario de la escultura.

Comerse los modelos
Entre los ejemplos históricos, están las láminas didácticas sobre anatomía humana, de Leonardo Da Vinci, o la alineación de los planetas, según Copérnico.
Sin embargo, algunos de los dibujos icónicos de todos los tiempos contienen una buena dosis de inspiración libre y atributos fantasiosos, como el rinoceronte de Durero de principios del siglo XVI, que lo trazó siguiendo relatos de gente que lo había visto en directo.
Otras veces esconden acciones algo controvertidas. Es el caso de la colección Aves de América (1827-1838) del naturalista estadounidense John James Audubon, quien mataba a los pájaros con un disparo “fino”, para evitar destrozos. Luego los convertía en modelos estáticos, ensamblados con alambres, a los que retrataba con detenimiento y en una escala uniforme.
El naturalista estadounidense John James Audubon mataba a los pájaros con un disparo “fino”, para evitar destrozos.
Sus obras hoy cotizan como otras de grandes pintores y, compiladas, se han convertido en la ‘biblia’ de la ornitología. Se realizó a partir de unas 400 pinturas de fauna de Norteamérica en tamaño natural, que antes se habían distribuido por entregas.
Para su realización se llevaban a cabo los singulares sacrificios, que el autor no disimulaba: “Una bonita mañana me ha permitido continuar dibujando desde primera hora (…) He terminado el pato a la hora del almuerzo y he tenido la fortuna de matar otro del mismo tipo, con las mismas características exactas, pero más pequeño”, comentaba por carta a su esposa.
El proceso de Audubon solía concluir con las aves hervidas o asadas, como parte del experimento para determinar qué carnes eran comestibles y cuáles no. Se aprovechaba todo y se intentaba averiguar incluso si algunas de las vísceras eran venenosas.
Muchas cosas cambiarían desde entonces, aunque otras parecen inalterables, a juzgar por la confesión epistolar del ornitólogo: “Al no disponer de ingresos, debo apoyarme en mis talentos, y mi entusiasmo será mi guía en momentos difíciles. Estoy dispuesto a esforzarme para conservar el primero y superar estos últimos”.
Herencias del siglo XIX en el XXI
Con naturalistas entusiastas como Audubon o el ornitólogo y taxidermista inglés John Gould (1804-1881), en cuyas obras aparecen detalladas ilustraciones de aves y otros animales, llegamos a nuestros días. (Continúa en la página 2)