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La Feria del libro de Cádiz enseña las piernas

Imagen de visitantes de la Feria del Libro de Cádiz

Por primera vez se celebraba en verano la Feria del Libro de Cádiz. El último fortín de los libros elegido por la ciudad desde hace años para acoger el evento, el Baluarte de la Candelaria, se convirtió casi inesperadamente en un centro de actividad post tostado al sol más allá de las heladerías, restaurantes y conciertos.

Las casamatas y patios del baluarte se poblaron de turistas en pantalón corto y piernas al aire. Nunca antes habían estado en esta feria porque tradicionalmente se ha hecho en mayo y esta vez, a causa de la pandemia que nos azota, cambiaron su fecha. Y con el cambio de mes, cambió el público y el estilo.

Había un cierto aire colonial entre las estanterías pobladas de libros del interior de las casamatas, las construcciones del Baluarte que desde el siglo diecisiete albergaron los cañones que defendieron la entrada a la Bahía de Cádiz de incursiones de flotas enemigas, hasta que el Estado cedió el fuerte a la ciudad para realizar en él actividades y/o proyectos a veces inverosímiles.

Imagen de la entrada a la Feria del libro de Cádiz

Comento la evocación colonial no solo por el histórico lugar, sino también por las temperaturas cálidas y la variedad de acentos que se podían oír en los recovecos de la feria, de Madrid o de Extremadura, o de más al norte, incluso de Francia, más allá de los Pirineos.

Y, al caer la noche, por la variedad de estilos musicales de esos conciertos gratuitos en pequeño formato que la organización ha sumado al espectáculo de los libros para recordarnos, si acaso fuera necesario, que lectura y libro también pueden ser sinónimos de calma y quietud, o de nervio e inspiración

Una ventana al mar

— ¡Qué vista más maravillosa! —comenta una mujer y se acerca a una de las troneras, desprovista ya de artillería y convertida en ventana que da al mar y desde la que se puede ver, allá enfrente, la Base Naval de Rota y el perfil costero del otro lado de la Bahía.

Cada uno de los expositores que acude a la feria dispone, para mostrar sus libros, del espacio que anteriormente albergaba un cañón y todo el utillaje y personal necesario para limpiarlo, cargarlo y dispararlo. Ausente hoy el cañón, solo queda la ventana y las vistas al mar, que se oye batir contra la piedra del baluarte cuando sopla el viento del sur. Y los libros.

Imagen de una tronera del Baluarte de la Candelaria de Cádiz
Foto: Santiago Pérez

Una familia entera, niños y abuelos incluidos, se acerca para tomarse fotos junto al pequeño rectángulo de luz azul, disculpándose antes con el vendedor. Por cuestiones prácticas —no había otro lugar dónde instalarlo— justo delante de cada tronera/ventana la organización ha montado el mostrador para las ventas, una mesa alta mitad atril, mitad plataforma con tacones, donde se pagan los libros y se atiende a los clientes. Esta que les cuento parece más accesible para asomarse y hacerse fotos que otras —espacio necesario y privado del negocio, defendido amablemente pero con firmeza. Pero a este tendero de libros no le importa, Tender libros es otra forma de tender puentes.

El de las troneras reconvertidas no es el único detalle físico del lugar con potencial de evocación del pasado. El suelo de las casamatas está cubierto de tablas barnizadas que ceden un poco al peso del vistante. Se camina sobre una madera blanda que parece sostenerte sobre el aire. Es una sensación muy parecida a la que recorre el cuerpo cuando uno anda sobre la cubierta inferior de un viejo barco. El eco grave que resuena en las bovedas al pisar y el batir de las olas refuerza esa sensación, la de estar paseando dentro de un viejo cascarón anclado a puerto.

Algunos tenderos se quejan de que la caliche de las paredes se desprende a causa de las corrientes de aire y hay que estar limpiando las cubiertas de los libros cada cierto tiempo para que no parezcan sucios. Tienen razón, aunque yo lo veo (imaginación libresca, pura invención) como un mecanismo defensivo del propio edificio que se resiste así, si algún día a alguien se le ocurriese la idea, a convertirse en restaurante. A nadie la gusta tomarse el primer plato cubierto de polvo de pintura seca.

Imagen de un estand de la Feria del libro de Cádiz

Una niña se acerca al tendero de antes con un gran libro infantil abierto por sus páginas centrales. Grandes dibujos de lo que parecen ser biológicas células o diminutas figuras de plancton aumentadas a un tamaño fácilmente asequible a la vista. Bajo el dibujo, que ocupa una doble página, y en grandes letras azules, el autor ha escrito la mitad de un verso: “chispas de mar”.

La niña mira al hombre con seriedad y apuntando con un dedo a las figuras redondas del plancton pregunta “¿Tiene un libro sobre esto?”. El vendedor mira lo que le señala la pequeña y se alegra de su curiosidad. “Creo que no, pero tal vez en alguna de las otras librerías que hay en la feria” le dice señalando el pasillo donde se alinean los expositores.

La niña agradece la explicación y se marcha a contar a la familia el resultado de su indagación. Seguramente se ha acercado hasta la feria para asistir a las narraciones orales y cuentacuentos, actividades abiertas a todos los públicos. ¿A quién no le gusta que le cuenten un cuento?

Superventas

Quizá ese mismo día o tal vez el siguiente, el patio del fortín se llena de una multitud de adolescentes acompañadas de sus padres, familiares y amigos para ver a una de las autoras que más público ha congregado: Martina D’Antochia, admirada youtuber juvenil (más de cuatro millones de seguidores).

La joven autora ha vendido 700.000 copias de su libro “La diversión de Martina”. Tan solo la escritora María Dueñas, si mis observaciones no son erróneas, fue capaz de congregar a tanto público en alguna de las presentaciones de la feria. Nada que ver con la capacidad de atracción de otros autores más que consolidados que se han pasado por el Baluarte como Marta Sanz, Patricio Pron o Najat El Hachmi, ganadora del último premio Nadal.

Imagen del escritor Sergio del Molino y la periodista Vanessa Perondi
El escritor Sergio del Molino y la periodista Vanessa Perondi. Foto: Santiago Pérez

La comparación puede parecer injusta, pero es tan solo una valoración numérica. Muestra la enorme variedad de productos que caracterizan a la industria editorial contemporánea. Tan diferentes y tan válidos son la Guía de senderos del P.N. de los Alcornocales como la última novela de Felipe Benítez Reyes. No compiten en el mismo segmento, por decirlo con palabras más técnicas.

La visita de Martina desvela también una constante que se va a repetir todos los días de la feria: Hay mucha gente joven por aquí. Los exámenes y las clases terminaron hace ya días, el verano puede hacerse tedioso porque hay mucho tiempo libre que ocupar. “Y no hay comuniones”, me comenta una conocedora de la feria, “con el gasto familiar que eso supone” en pleno mes de mayo.

Se ven pequeñas pandillas o parejas de adolescentes y jóvenes curioseando entre los estantes, buscando qué les puede interesar. Muchos —ellas sobre todo— con bolsas de papel o de tela con los libros comprados en los que se sumergirán estos días. Nuevas lecturas para el largo y cálido verano.

La presencia de autores en una feria del libro como la de Cádiz tiene algo de solidaridad indirecta. Yo he venido aquí a hablar de mi libro, por supuesto que sí, pero su presencia atrae a muchos visitantes que aprovechan para curiosear las estanterías y expositores.

Los lectores ya sabemos cómo somos, una especie de glotones insaciables de las letras. Y si nos sueltan en un sitio como este hay que tener firmeza de ánimo y fuerza de voluntad para no acabar llevándote a casa más libros de los que pretendías comprar. Pecado venial del que se resiente el bolsillo.

De manera que la autora famosa o conocida, al presentar su libro, no solo vende lo suyo. De ahí la presunción de la solidaridad indirecta. Y la oportunidad de ver en vivo y en directo, incluso de conversar con alguna de ellas, más allá de las páginas de la prensa nacional o los informativos de la tele.

Este año pregonaba la feria el escritor jerezano Juan Bonilla. Como todos los demás ilustres autores, también se paseó por las casamatas, mirando brevemente los libros expuestos, Me recordaron ligeramente a los generales o mandatarios extranjeros cuando pasan revista a las tropas alineadas junto a la escalerilla del avión. Aunque, por supuesto, su aspecto no era tal, sino más bien de cierta fragilidad física acompañada de una mirada chispeante que parecía encenderse al contacto con su medio natural, el libro.

Un visitante de la Feria del Libro tomando apuntes en un cuaderno de dibujo
Un visitante de la Feria del Libro tomando apuntes en un cuaderno de dibujo. Foto: Santiago Pérez

En las casamatas, los escritores y escritoras menos conocidos aguardaban la llegada de un amigo, un familiar o un curioso para firmarles un ejemplar. Nada que ver con esa manía de algún insigne autor de la historia del Nobel (cuyo nombre no viene al caso) que se negaba a firmar libros porque no ganaba un duro con esa tarea. Aquí todos o casi todos demuestran disposición, amabilidad, paciencia y grandes dosis de esperanza.

En estos tiempos de existencia virtual, dónde todo lo físico ha quedado relegado al primer círculo de seguridad de cada persona, resulta revelador que haya un sitio, más allá de las librerías, en el que encontrarse con los libros, tocarlos, hojearlos, olerlos. Les aseguro que no tiene absolutamente nada que ver con buscar un libro en internet, bien en el catálogo de una biblioteca pública, bien en una librería virtual.

Libros de aquí

Esto, que puede parecer una ligereza o incluso una obviedad, no lo es tanto. Sobre todo es importante cuando un lector coge un libro que ha sido publicado por una editorial pequeña y se fija en los detalles: el tacto de las cubiertas y del papel, la posibilidad de acceder a información virtual desde el propio libro, la originalidad de las ilustraciones, el catálogo por descubrir de esos autores que no venden miles de libros pero que están ahí, agazapados en sus letras, esperando a ser descubiertos.

Las grandes editoriales tienen unos estandares de calidad en su edición y no se mueven de ahí. Les basta con que el libro esté bien presentado, con su papel cuché, su corte de página perfecto, su pensada ilustración de portada y todos esos detalles técnicos que caracterizan a una buena edición. A partir de ahí lo que vende es el autor o el título. Calidad estandarizada. El lector que ha manejado muchos libros puede tener la sospecha de que todo tiende a ser lo mismo.

El ingenio de los pequeños detalles es patrimonio de las pequeñas editoriales.
Tocar sus libros es una oportunidad de descubrir y sostener a estos pequeños editores y su trabajo, sus catálogos y cuidadas ediciones. Salirse del camino trazado por los grandes grupos.

Hubo editoriales nacidas en Cádiz en la feria: Cerbero y Cazador de Ratas.

Cazador de Ratas fue fundada y está dirigida por la escritora gaditana Carmen Moreno —incansable, inasequible al desaliento—, coordinadora de la Feria del Libro en la etapa anterior, antes de que se hiciera cargo de la misma el experto editor Juan José Sandoval.

Cuando yo era joven, y ahora que lo soy menos, hablar de editoriales era hablar de Barcelona y, en menor medida, Madrid. Un poco más cerca quedaban Málaga y Sevilla, pero nada que ver con el estatus todopoderoso y casi omnipresente de la industria editorial catalana. Ahora es realmente alentador que, desde hace ya varios años, coexistan editoriales pequeñas en todos lados y, a pesar del tremendo esfuerzo, sigan remando para mantenerse a flote.

Produce alegría y autoconfianza que también las haya en Cádiz. Es una señal indudable de que progresamos como sociedad, aunque sea con tantas fatigas como siempre. Ojalá duren tantos años como ferias del libro se celebren en el futuro. Esta de 2021 no se la han querido perder.

Imagen del autor con la escritora Silvia Barbeito
El autor de esta crónica y la escritora Silvia Barbeito.

No puedo acabar sin decir que eché en falta a las grandes librerías de Cádiz. Pero comprendo que una feria es una celebración y no una penitencia, que nadie está obligado a acudir donde no quiere estar.

Como compensación, tuve la oportunidad de descubrir otras librerías que no conocía y también aprender un poco más de esas editoriales que he comentado anteriormente. Así que terminé comprándole un libro a Cazador de ratas y pidiendo a su autora Silvia Barbeito que se hiciera una foto conmigo. La escritora gallega le puso un título tan sugerente como “El libro de las sombras apenas iluminadas por una velita blanca de un ex monje benedictino”.

El título me recuerda a ese poema de Seamus Heaney que habla de un monje medieval irlandés que escribía de noche a la luz de una vela. Una tarde se acabó el cirio y todo quedó a oscuras en la larga noche irlandesa. Pero, inesperadamente, la pluma que escribía se iluminó con una luz milagrosa que le permitió seguir escribiendo.

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